Clásicos del liberalismo


¿Por qué fracasa América Latina?
Este texto, basado en el discurso que pronunció Mario Vargas Llosa en Madrid en octubre de 2002 con motivo del lanzamiento de la Fundación Internacional para la Libertad, fue publicado en inglés en el Cato Policy Report de enero-febrero de 2003.
Cuando llegué a España en el año 58 era frase bastante corriente escuchar: "Los españoles no estamos preparados para la democracia. Si aquí desapareciera Franco, esto sería el caos, quizás nuevamente la guerra civil". Y sin embargo no ha sido así. Cayó la dictadura, vino una transición admirable, ejemplar, hacia la democracia, y la democracia ha tenido éxito. Ha habido consensos entre las fuerzas políticas que han dado estabilidad al país, lo que ha permitido a la democracia española resistir los intentos involucionistas, golpistas, y yo diría que sin triunfalismos de ninguna especie. Nadie puede negar que España es la historia feliz de los tiempos modernos, lo cual se debe en cierta forma a la inmensa mayoría de los españoles, de muy distintas convicciones políticas, que han sido capaces de actuar civilizadamente, estableciendo justamente ese denominador común que hace que las instituciones funcionen y que un país crezca.
¿Por qué en América Latina no hay un clima así? ¿Por qué nuestros intentos de modernización una y otra vez fracasan? Creo que la idea del desarrollo, del progreso de la civilización, tiene que ser simultáneamente económica, política, cultural y, aquí empleo una palabra que a muchos va a pararles las orejas, ética o moral. En América Latina, la inmensa mayoría de la gente tiene una falta total de confianza en las instituciones, y esta es una de las razones por las que nuestras instituciones fracasan. Las instituciones no pueden funcionar en un país si la gente no cree en ellas; si, por el contrario, las ve con una desconfianza fundamental y no las considera una garantía de seguridad, de justicia, sino exactamente de todo lo contrario.
Dejen que les cuente una anécdota personal. Cuando ya llevaba un tiempo viviendo en Inglaterra, de pronto me di cuenta de que me ocurría algo curioso, y es que no me ponía nervioso cuando me cruzaba con un policía. Hasta entonces, a mí siempre me había pasado que, frente a un policía, sentía cierto nerviosismo, como si ese policía de alguna manera representara potencialmente un peligro. Los policías en Inglaterra no me produjeron jamás ese sentimiento de recelo, de secreta inquietud. No iban armados. O simplemente era que los policías ingleses parecían prestar un servicio público y no estar allí para aprovecharse de ese pequeño poder que les daba el uniforme, el palo o la pistola que llevaran encima (los que la llevaran). En el Perú y en la mayor parte de los países de América Latina, los ciudadanos tienen razón de sentirse alarmados, inquietos, cuando se cruzan con un uniformado, porque hay muchas posibilidades de que el uniformado utilice el uniforme no para defenderles, sino para esquilmarles. Esto que ocurre con los policías ocurre también con las demás instituciones.
Tales ejemplos al final crean un estado de cosas en el que las instituciones, simplemente, no pueden funcionar, porque no están sostenidas o respaldadas por aquello que es fundamental en una sociedad democrática: la confianza de la ciudadanía, la convicción de que esas instituciones están ahí para garantizar la seguridad, la justicia, la civilización.
Esta es una de las razones por las que las reformas que se han hecho en América Latina han fracasado una y otra vez. Paulo Rabello, de Brasil, decía que las gentes que han votado por millones por Lula no han votado, en su mayoría, por el socialismo; han votado por algo diferente a lo que tienen, y eso diferente lo ha conseguido encarnar a través del carisma o la demagogia. Es lo mismo que ha pasado, por ejemplo, en Venezuela: este país, que potencialmente es riquísimo, que debería tener uno de los niveles de vida más altos del mundo, se debate en una crisis atroz y tiene al frente del gobierno a un gran demagogo, que puede realmente destruir a la propia Venezuela. Y sin embargo no es casual que el comandante Chávez esté en el poder: ha llegado a él con el voto de una gran mayoría de venezolanos totalmente disgustados y asqueados de la democracia que tenían, una democracia que lo era sólo de nombre, y a la sombra de la cual la corrupción imperó de una manera realmente vertiginosa, eliminando las posibilidades de una inmensa mayoría de venezolanos de cumplir sus expectativas, sus sueños, y enriqueciendo pavorosamente a unas pequeñas, ínfimas, minorías unidas con el poder.
En ese contexto, las reformas liberales que nosotros defendemos, que nosotros promovemos, que nosotros sabemos son eficaces para desarrollar un país, ¿cómo pueden funcionar? Una reforma mal hecha es muchas veces peor que una falta total de reformas, y en este sentido el caso del Perú es ejemplar. Nosotros, durante la dictadura de Fujimori y Montesinos, entre 1990 y el año 2000, tuvimos aparentemente reformas liberales radicales, se privatizó más que en ningún otro país de América Latina. ¿Y cómo se privatizó? Se privatizó transfiriendo monopolios públicos a monopolios privados. ¿Para qué se privatizó? No para lo que se debe privatizar, según creemos nosotros, los liberales: para que haya competencia y para que la competencia mejore los productos y los servicios y baje los precios, y para diseminar la propiedad privada entre quienes no son propietarios, como se ha hecho en las democracias occidentales más avanzadas; como se hizo, por ejemplo, en Gran Bretaña, donde la privatización sirvió para difundir la propiedad privada enormemente entre los usuarios y entre los empleados de las empresas privatizadas. No: se hizo para enriquecer a determinados intereses particulares, empresarios, compañías, o a los propios detentadores del poder.
¿Cómo pueden los peruanos creernos cuando les decimos que la privatización es indispensable para que un país se desarrolle, si la privatización para ellos ha significado que los ministros del señor Fujimori se enriquecieran extraordinariamente, que las compañías de los ministros y asociados del señor Fujimori fueran las únicas que tuvieran beneficios extraordinarios en esos años de dictadura? Por eso cuando los demagogos dicen: "La catástrofe del Perú, la catástrofe de América Latina son los neoliberales", esas gentes esquilmadas, engañadas, les creen, y como necesitan un chivo expiatorio, alguien a quien hacer responsable de lo mal que les va, pues entonces nos odian a nosotros, los "neoliberales".
El gobierno de Toledo intentó privatizar unas empresas en la ciudad donde yo nací, en Arequipa, y el pueblo arequipeño salió en masa, levantó los adoquines, llenó las calles de barricadas e impidió la privatización. Si uno mira las cifras en el papel, es algo insensato, algo absolutamente demencial. Las empresas privatizadas no servían para nada, no cumplían en absoluto con la función que les estaba encomendada y eran una rémora para el país, para el estado, es decir, para los pobres peruanos, y las empresas que habían ganado la licitación, unas empresas belgas, iban a inyectar un capital fresco, iban a instalarse en Arequipa. Habían, además, ofrecido una serie de inversiones colaterales, iban a beneficiar muchísimo a esta ciudad, y nada de eso fue creído por gentes profundamente decepcionadas por esos diez años de supuesto liberalismo radical que vivió el país con Fujimori.
Bueno, eso es lo que ha pasado en la mayor parte de los países latinoamericanos. Esas reformas en el fondo no eran liberales, eran una caricatura de las reformas liberales. Pero eso lo sabemos nosotros, eso no lo saben unos públicos desinformados, unos públicos que, por lo general, están sumidos en una lucha feroz por la mera supervivencia; porque América Latina, y esto es algo que es muy triste decirlo, se ha empobrecido tremendamente en las últimas décadas. Se ha empobrecido, en el caso de algunos países, de una manera verdaderamente pavorosa.
Yo estuve a fines del año pasado haciendo un recorrido por lo que se llama el Trapecio Andino del Perú, la parte de Ayacucho, una zona tremendamente maltratada en la época del terrorismo y tradicionalmente muy pobre. Yo la había recorrido mucho entre 1987 y 1990, y salí verdaderamente espantado del empobrecimiento que había experimentado esa región, por pobre o misérrima que yo la recordaba. Estaba muchísimo peor. Y esa región se empobrecía como se empobrecía el resto del Perú, mientras un puñadito de bandidos, de gángsteres encaramados en el poder, se enriquecían vertiginosamente.
Entonces, cuando hablamos nosotros del desarrollo, no podemos poner el foco en una serie de reformas económicas que van a poner en marcha el aparato productivo de un país, que van a hacer aumentar las exportaciones y permitir a la economía en cuestión entrar por fin en un proceso de modernización. No: el desarrollo que nosotros necesitamos tiene que ser un desarrollo simultáneo, un desarrollo que al mismo tiempo que mejore nuestros índices de crecimiento y producción haga funcionar las instituciones que hoy en día no funcionan, para que éstas puedan ganar credibilidad y ser dignas de confianza, que es lo que hace que las instituciones funcionen en una sociedad democrática. Eso no existe en América Latina, y ésta es una de las razones por las que fracasan las reformas económicas, incluso cuando están bien orientadas.
Carlos Alberto Montaner decía una cosa que a mí me parece muy exacta. Tenemos que adecentar un poco la política. No es posible que unos países se desarrollen si quienes los gobiernan, o quienes tienen las responsabilidades políticas, son Alemán (Nicaragua), Chávez (Venezuela), Fujimori (Perú), verdaderos gángsteres, auténticos bandidos que entran al gobierno como entra un ladrón a una casa a robar, a saquear, a enriquecerse de la manera más cínica, más rápida posible. ¿Cómo va a ser la política una actividad atractiva para las personas idealistas? Los jóvenes ven la política naturalmente con espanto, como un robo. Y la única manera de adecentar la política pasa por llevar a la política gentes decentes, gentes que no roben, gentes que hagan lo que dicen que van a hacer, que no mientan o que mientan poco, lo inevitable.
Me han preguntado muchas veces: "¿A quién admira usted en América Latina?". Y siempre cito a la misma persona, una persona que, me temo, muchos de ustedes no han oído nombrar o han ya olvidado: Alfredo Cristiani, presidente de El Salvador entre 1989 y 94.
Cristiani es una persona a la que yo admiro mucho. Y no es un político, sino un empresario; un empresario que decidió entrar en política en un momento terrible, trágico, cuando el ejército y las guerrillas se mataban en las calles de San Salvador y los muertos, los desaparecidos, los torturados eran incontables. Pues en ese momento el señor Cristiani, un empresario, un hombre fundamentalmente decente, nada carismático, nada del típico hombre fuerte latinoamericano, mal orador, decide entrar en política; y entra y gana las elecciones y el gobierno. Y gobierna de una manera discreta, de una manera nada carismática, y deja el país mejor de lo que lo encontró.
Esto parece muy poca cosa, pero, en realidad, fue una hazaña casi única. Cuando Cristiani entró en el gobierno se mataban en las calles de San Salvador, los muertos eran innumerables; cuando él salió, las guerrillas y el gobierno habían firmado la paz, los guerrilleros se presentaban a elecciones y pedían los votos del público y participaban en la vida parlamentaria. Y desde entonces hay paz en El Salvador. Un país que, como lo contó bien Carlos Alberto Montaner, es un país que progresa, despacito pero de verdad, es decir, en muchas direcciones a la vez.
Bueno, pues eso es lo que necesitamos en América Latina; no sólo buenos economistas que digan: éstas son las reformas que hay que hacer; necesitamos que gentes decentes como el señor Cristiani, empresarios, profesionales, decidan entrar en política para adecentar esa actividad, que por desgracia entre nosotros ha sido fundamentalmente sucia, inmoral, corrupta.
La cultura es otro aspecto fundamental del desarrollo. La cultura, por desgracia, en América Latina, con algunas excepciones, es un privilegio de las minorías, y en algunos sitios de muy escasas minorías. América Latina tiene una gran creatividad, ha producido músicos, artistas, poetas, escritores, pensadores, pero la verdad es que en la mayoría de nuestros países la cultura es un monopolio de minorías insignificantes y está prácticamente fuera del alcance de la mayoría. Sobre esas bases no se puede construir una democracia genuina, instituciones que funcionen, y no se pueden hacer reformas liberales que dejen los resultados productivos y creativos que deberían dejar.
Hay una falta de conciencia terrible de todo esto. La cultura todavía es considerada por quienes piensan que existe como un mundo, un pasatiempo, una forma elevada del ocio, y no como lo que es, una herramienta fundamental para que una mujer o para que un hombre tomen las decisiones acertadas en su vida familiar, en su vida personal, en su vida profesional y, sobre todo, a la hora de elegir a sus representantes políticos.
La cultura defiende contra la demagogia, defiende contra la equivocación terrible de elegir mal en unas elecciones. En este campo, por desgracia, no se hace casi nada; y quizás debería decir, con un sentido de autocrítica, que no hacemos casi nada. Estos institutos liberales tan útiles, tan idealistas... y sin embargo la cultura es la menor de sus prioridades. Ése es un error, un gravísimo error. La cultura es fundamental, porque la cultura ayuda a crear esos consensos que han permitido florecer a España y a Chile.
Yo quisiera hablar de Chile un momento por unas cosas que dijo Hernán Büchi, mi amigo, una persona inteligente, una persona que hizo como ministro en Chile unas reformas admirables y que funcionaron. El de Chile es un caso único en la historia de América Latina, y un caso único porque una dictadura militar como era la de Pinochet tuvo éxitos económicos. Permitió que unos economistas liberales hicieran unas reformas bien concebidas y que funcionaran. Me alegro mucho por Chile, que es un país que yo menciono siempre. Pero es un ejemplo que tenemos que citar haciendo toda clase de advertencias; y la primera y fundamental es que, para un liberal, una dictadura no es nunca, en ningún caso, justificable. Esto es muy importante decirlo y repetirlo. Ahí hubo un accidente bienhechor: qué suerte para Chile. Pero hay muchos latinoamericanos que quieren convertir ese accidente en un modelo, y todavía nos repiten que lo que nos hace falta para desarrollarnos es un Pinochet. En buena parte, la popularidad de Fujimori se debió a que muchos vieron en él el Pinochet peruano.
Pues no. Hay accidentes en la historia, pero si en la historia latinoamericana hay una constante es ésta: las dictaduras jamás han sido una solución para los problemas latinoamericanos; y todas ellas, con la sola excepción de la de Pinochet, han contribuido a agravar los problemas que decían venir a solucionar: la corrupción, el atraso, el debilitamiento o colapso de las instituciones. Han contribuido más que nada a crear ese cinismo político que es una de las características más generalizadas en América Latina: la política, entiende una inmensa mayoría de latinoamericanos, es el arte de enriquecerse, es el arte de robar. Y lo creen así porque ha sido ésa la verdad, en buena parte de nuestra historia, por culpa de las dictaduras.
Creo que es muy importante que los liberales, que es lo que se supone que somos nosotros, coordinen sus acciones, intercambien información en este momento de la historia en que, curiosamente, el liberalismo es víctima de muchos malentendidos y ha pasado a ser para muchas personas –algunas de las cuales obran de muy buena fe- un gran enemigo del progreso, de la justicia. Ha pasado a ser sinónimo de explotación, codicia, indiferencia, cinismo ante el espectáculo de la miseria y la discriminación, algo que nosotros sabemos es no sólo inexacto, sino una monstruosa injusticia, pues el liberalismo es una doctrina, una filosofía que está detrás de todos los avances políticos, económicos, culturales que ha experimentado la humanidad.
El liberalismo es una tradición que hay que defender no sólo como homenaje a la verdad, sino porque vivimos un momento difícil de la historia en el que ese progreso y esa civilización están amenazados.
© El Cato



En defensa del capitalismo global

Johan Norberg

El actual debate sobre la globalización presupone que el mundo se está deteriorando rápidamente. Se afirma, en especial, que el mundo se ha vuelto crecientemente injusto. El coro repite insistentemente lo siguiente sobre la economía de mercado: "los ricos se vuelven más ricos y los pobres más pobres". Tal afirmación es vista como una ley natural no sujeta a discusión. En realidad, la primera parte es verdad; no todos ni en todas partes, pero los ricos en general se han enriquecido más. Pero la segunda parte es incierta. Los pobres, lejos de empobrecerse más, en las últimas décadas han mejorado. La pobreza extrema ha disminuido y donde era cuantitativamente peor, en Asia, varios cientos de millones de personas han comenzado a alcanzar una existencia segura y hasta un modesto grado de prosperidad.

Entre 1965 y 1998 casi se dobló el ingreso promedio mundial per cápita, de 2.497 dólares a 4.839 dólares al año. Para la quinta parte de la población más pobre del mundo el aumento ha sido mayor, al aumentar su promedio de ingresos de 561 dólares a 1.137 dólares. Según el Banco Mundial, en China ha ocurrido "la más grande y rápida reducción de la pobreza en la historia".

En los años 90, cuando el autor sueco Lasse Berg y el productor de cine Stig Karlson regresaron a los países asiáticos que habían visitado 30 años antes, no podían creer lo equivocados que habían estado al considerar que la revolución socialista era la única manera de salir de la miseria que habían visto en su viaje anterior. En la India y China, más y más gente estaba saliendo por esfuerzo propio de la pobreza, dejando atrás el hambre y la insalubridad.

El mayor cambio ha ocurrido en la manera de pensar y de soñar de la gente. La televisión y los periódicos aportan ideas e impresiones del otro lado del mundo, ampliando la noción de la gente sobre lo que es posible. Este desarrollo no ha ocurrido a través de una revolución socialista sino, por el contrario, del movimiento durante las últimas décadas hacia una mayor libertad individual. El intercambio internacional y la libertad de elegir han crecido paralelamente; las inversiones y la ayuda al desarrollo han transmitido ideas y recursos, derivándose beneficios de los conocimientos, la riqueza y las invenciones de otros países.

La importación de medicinas y novedosos sistemas de sanidad han mejorado las condiciones de vida. La tecnología moderna y novedosos métodos de producción han mejorado la alimentación. Los individuos tienen más libertad en escoger su ocupación y en vender lo que producen. La discriminación es menor que antes, ya que al capitalismo global no le interesa si el productor es hombre o mujer. La discriminación resulta costosa al rechazar los productos y el trabajo de ciertas personas. Y las estadísticas comprueban que todo esto ha mejorado la prosperidad y reducido la pobreza. Pero lo más importante de todo es la libertad misma, la independencia y la dignidad que la autonomía confiere a gente que ha vivido oprimida.

Lasse Berg llega a la siguiente conclusión: "no es solamente en China que se está derrumbando el muro. Algo similar está sucediendo por todo el mundo. La gente está descubriendo su derecho a la individualidad. Esto no estaba claro antes. Y tal descubrimiento engendra no sólo el deseo de ser libre, sino también el deseo por tener cosas buenas en la vida, por lograr la prosperidad".

Esa mentalidad inspira optimismo. No hemos logrado todo lo que queremos; la coerción y la pobreza todavía opacan grandes territorios del mundo. Confrontaremos retrocesos. Pero gente que ahora sabe que vivir en un estado de ignorancia y de opresión no es una necesidad natural, ya no lo aceptarán como un hecho. Exigirán libertad y democracia. El objetivo de nuestros sistemas tanto político como económico debe ser darles esa libertad.

Johan Norberg es autor del libro En defensa del capitalismo global, publicado por Timbro y ganador del Premio Antony Fisher.


Capitalistas enemigos de la libertad

Carlos Ball

El título de esta columna no implica que ahora llevo puesta una camiseta con la efigie del Che Guevara ni que apoyo las políticas comunistas de Hugo Chávez en Venezuela. Se trata más bien del título de una extraordinaria conferencia que le oí dictar al profesor Ernest van den Haag hace varios años. Ese eminente profesor de jurisprudencia y políticas públicas de la universidad de Fordham murió a principios de abril y dedico esta columna a su memoria, recordando algunas de las más interesantes ideas que le oí expresar.

Muchos exitosos hombres de negocios parecen no sentirse satisfechos con haber acumulado fortunas y creado sus grandes empresas. Añoran convertirse en estadistas. Antes era más fácil saltar de alguna profesión a la política, pero eso es ahora mucho más difícil, ya que la política se ha convertido en una carrera de toda la vida y una codiciada forma de vivir bien y ejercer gran poder sobre los demás.

Ante tal dificultad, los empresarios con ambiciones políticas suelen encontrar que la mejor manera de saltar a la vida pública es denigrando contra el capitalismo. Así llaman la atención, sus declaraciones son reportadas por la prensa y pronto se convierten en noticia.

No todos los millonarios que critican el sistema capitalista tienen ambiciones políticas. A principios del año 2001, 120 multimillonarios, incluyendo a George Soros y al padre de Bill Gates, escribieron una carta al New York Times oponiéndose a la eliminación del impuesto sucesorio. Warren Buffett, uno de los hombres más ricos del mundo, dijo que no había firmado la carta no porque no estaba de acuerdo, sino porque ésta se quedaba corta.

A lo contrario de las grandes fortunas europeas, la gran mayoría de los multimillonarios americanos no han heredado su fortuna sino que la han hecho ellos mismos. Es más, en los primeros puestos de las listas de los grandes multimillonarios de hoy ya no figuran los nombres de las más famosas familias de empresarios, como los Rockefeller, Carnegie, Astor, Vanderbilt, Mellon, Ford, Morgan, Frick, etc. Pero sí es interesante recordar que la fortuna de Jonh D. Rockefeller (1839-1937) fue tres veces más grande que la actual de Bill Gates, en términos reales y con relación al tamaño de la economía de Estados Unidos. La fortuna de 900 millones de dólares del fundador de la Standard Oil equivale a unos 190 mil millones de dólares de hoy.

Suele suceder que los herederos de grandes fortunas saben que jamás podrían competir con la capacidad empresarial de sus padres o abuelos, al mismo tiempo que cobijan sentimientos de culpabilidad por la fortuna heredada. Por ello a menudo optan por convertirse en tontos útiles de los socialistas y comunistas que atacan al sistema que hizo posible la creación de riqueza. Así son bienvenidos en Hollywood y el dinero heredado les facilita dedicarse enteramente a sublimes ideales como la redistribución de la riqueza de otros, la antiglobalización y el extremismo ambientalista que aspira devolvernos a los tiempos anteriores a la revolución industrial.

A mediados de los años 60, siendo yo gerente de relaciones públicas de General Motors en Venezuela, me tocó recibir y pasear por Caracas a un joven de la familia Mott, entonces los mayores accionistas de General Motors. Fue mi primera e inolvidable experiencia de tratar con un multimillonario socialista.

En los años 60, muchos de estos jóvenes millonarios se convertían en hippies y entonces solíamos ver a muchachas descalzas con abrigos de pieles, manifestando contra la guerra en Vietnam y creyendo fervientemente que su misión en la vida era destruir el capitalismo para así ayudar a los pobres del mundo.

Lamentablemente, entre las muchas equivocaciones de Carlos Marx se destaca aquella que los dueños del capital conocen bien y sólo persiguen sus intereses personales. Si así lo hicieran, todos ellos estuvieran defendiendo constantemente los verdaderos intereses de todos los demás porque el mercado es el único mecanismo que nos conduce a la sociedad abierta y próspera, con grandes desigualdades pero creciente aumento del ingreso de todos, respeto por la vida y la propiedad, y el permanente avance hacia una mayor prosperidad.

© AIPE. Carlos Ball es director de la agencia de prensa AIPE y académico asociado del Cato Institute.


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