¿Qué es el liberalismo?



¿Qué es el liberalismo?

por Carlos Alberto Montaner

La primera observación que hay que hacer en torno al liberalismo tiene que ver con su imprecisión, su indefinición y lo elusivo de su naturaleza histórica. En realidad, nadie debe alarmarse porque el liberalismo tenga ese contorno tan esquivo. Probablemente ahí­ radica una de las mayores virtudes de esta corriente de pensamiento. El liberalismo no es una doctrina con un recetario uní­voco, ni pretende haber descubierto leyes científicas universales, capaces de desentrañar los misterios de la evolución histórica de las sociedades y el comportamiento de los seres humanos. No. Nada de eso. El liberalismo es un cúmulo de ideas y no una ideologí­a cerrada y excluyente que se enseña como una verdad.

El liberalismo, ya puestos a la tarea de su asedio, es un conjunto de creencias básicas, de valores y de actitudes organizadas en torno a la convicción de que a mayores cuotas de libertad individual se corresponden mayores í­ndices de prosperidad y felicidad colectivas. De ahí la mayor virtud del liberalismo: ninguna novedad científica lo puede contradecir porque no establece verdades inmutables. Ningún fenómeno lo puede desterrar del campo de las ideas políticas, porque siempre será válida una gran porción de lo que el liberalismo ha defendido a lo largo de la historia.

El liberalismo es un modo de entender la naturaleza humana y una propuesta para conseguir que las personas alcancen el más alto nivel de prosperidad que sean capaces de alcanzar, de acuerdo con los valores, actitudes y conocimientos que tengan, junto al mayor grado de libertad posible dentro del respeto por los demás, en el seno de una sociedad que ha reducido al mínimo los inevitables conflictos que entraña la convivencia. Al mismo tiempo, el liberalismo descansa en dos actitudes vitales que conforman su talante: la tolerancia y la confianza en la fuerza de la razón. 

El liberalismo se basa en cuatro simples premisas básicas: 

Los liberales creen que el Estado ha sido concebido para servir de soporte al accionar del individuo y no a la inversa. Valoran el ejercicio de la libertad individual como algo intrínsecamente bueno y necesario, y como una condición insustituible para alcanzar los mayores niveles de progreso en una sociedad. Entre esas libertades están las consagradas en la Declaración Universal de Derechos del Hombre. En particular, la libertad de poseer bienes (el derecho a la propiedad privada) resulta fundamental, puesto que sin ella el individuo estaría perpetuamente a merced del Estado. Por supuesto, los liberales también creen en la responsabilidad individual y en la solidaridad. No puede haber libertad sin responsabilidad. Los individuos son responsables de sus actos, y deben tener en cuenta las consecuencias de sus decisiones y los derechos de los demás. Precisamente para regular los derechos y deberes del individuo con relación a los demás, los liberales creen en el Estado de Derecho. Es decir, creen en una sociedad regulada por leyes neutrales que no le den ventaja a ninguna persona o grupo social alguno, y que eviten enérgicamente los privilegios. Los liberales también creen que la sociedad debe controlar estrechamente las actividades de los gobiernos y el funcionamiento de las instituciones del Estado. 

Los liberales tienen ciertas ideas verificadas por la experiencia sobre cómo y por qué, algunos pueblos alcanzan el mayor grado de eficiencia y desarrollo, o la mejor armonía social, pero la esencia de este modo de entender la política y la economía radica en no señalar de antemano hacia dónde queremos que marche la sociedad, sino en liberar las fuerzas creativas de los grupos e individuos para que estos decidan espontáneamente el curso de la historia. Los liberales no tienen un plan para diseñar el destino de la sociedad, no tienen en mente la imagen de un paraíso que hay que construir a la fuerza. Incluso, les parece muy peligroso que otros tengan esos planes y se arroguen el derecho de decidir el camino que todos debemos seguir. 

La idea liberal de mayor calado es la que defiende el libre mercado en lugar de la planificación estatal o la dirección estatal de la economía. Ya desde la década de los veinte el pensador liberal austriaco Ludwig von Mises demostró cómo en las sociedades complejas no era posible planificar el desarrollo mediante el cálculo económico, señalando con toda precisión (en contra de las corrientes socialistas de la época) que todo intento de fijar artificialmente el tipo y la cantidad de bienes y servicios que debían producirse, así como los precios que deberían tener, conduciría al desabastecimiento y a la pobreza. Von Mises demostró que el mercado (la libre concurrencia en las actividades económicas de millones de personas que toman constantemente millones de decisiones orientadas a satisfacer sus necesidades de la mejor manera posible), generaba un orden natural espontáneo, infinitamente más armonioso y creador de riqueza que el orden artificial de quienes pretendían planificar y dirigir el mundo según su voluntad, por loable que esta fuese. Obviamente, de ahí se deriva que los liberales, en líneas generales, no crean en controles de precios y salarios, ni en subsidios que privilegian una actividad económica en detrimento de las demás. 

Cuando las personas, actuando dentro de las reglas del juego, buscan su propio bienestar, suelen beneficiar al conjunto. Otro gran economista, Joseph Schumpeter, también de la Escuela Austrí­aca, demostró cómo no había estímulo más enérgico para la economía que la actividad incesante de los empresarios y consumidores que seguían el impulso de sus propias urgencias sicológicas. Los beneficios colectivos que se derivaban de la ambición personal son muy superiores al hecho también indudable de que se producí­an diferencias en el grado de acumulación de riquezas entre los distintos miembros de una sociedad. Pero quizás quien mejor resumió esta situación fue uno de los lí­deres chinos de la era posmaoista, cuando reconoció, melancólicamente, que "por evitar que unos cuantos chinos anduvieran en Rolls Royce, condenamos a cientos de millones a desplazarse para siempre en bicicleta". 

En esencia el rol fundamental del Estado es mantener el orden, la seguridad y garantizar que las leyes se cumplan. También debe ayudar a los que se encuentran en condiciones de desventaja para que estén en condiciones reales de poder competir. De ahí­ que la educación, la infraestructura vial, el saneamiento y la salud colectivas deben ser preocupaciones fundamentales de un Estado liberal. En otras palabras: la igualdad que buscan los liberales no es la de que todos obtengan las mismas ganancias, sino la de que todos tengan las mismas posibilidades reales de luchar por obtener los mejores resultados. Así todos buscan el máximo beneficio y ese es el motor del desarrollo. En ese sentido una buena educación y una buena salud deben ser los puntos de partida para poder acceder a una vida mejor. 

De la misma manera que los liberales tienen ciertas ideas sobre la economí­a, asimismo postulan una forma de entender el Estado. Por supuesto, los liberales son inequí­vocamente demócratas y creen en el gobierno de las mayorí­as dentro de un marco jurí­dico que respete los derechos inalienables de las minoras. Esa democracia, para que realmente lo sea, tiene que ser multipartidista y debe estar organizada de acuerdo con el principio de la división de poderes. Nadie debe acaparar todo el poder. 

Aunque no es una condición indispensable, los liberales prefieren el sistema parlamentario de gobierno, por cuanto suele reflejar mejor la variedad de la sociedad y es más flexible para generar cambios de gobierno cuando se modifican los criterios de la opinión pública. Pero debe tratarse de un parlamento calificado. Para ello se requiere un adecuado sistema de votación. 

Por otra parte, el liberalismo contemporáneo cuenta con agudas reflexiones sobre cómo deben ser las constituciones. El Premio Nobel de Economí­a Frederick von Hayek es autor de muy esclarecedores trabajos sobre este tema. Más recientemente, los también Premio Nobel de Economí­a Ronald Coase, Douglas North y Gary Becker han añadido valiosos estudios que explican la relación entre la ley, la propiedad intelectual, la existencia de instituciones sólidas y el desarrollo económico. 

Los liberales defienden la idea de que el gobierno debe ser mínimo, porque la experiencia nos ha enseñado que las burocracias estatales tienden a crecer parasitariamente, y suelen abusar de los poderes que les confieren para malgastan los recursos de la sociedad. El precepto infalible es: a mayor Estado, mayor corrupción, mayor ineficiencia y mayor dispendio. 

Pero el hecho de que un gobierno sea reducido no quiere decir que debe ser débil. Debe ser fuerte para hacer cumplir la ley, para mantener la paz y la concordia entre los ciudadanos, para proteger la nación de amenazas exteriores y para garantizar que todos los ciudadanos aptos dispongan de un mí­nimo de recursos que les permitan competir en la sociedad. 

Los liberales piensan que, en la práctica, los gobiernos desgraciadamente no suelen representar los intereses de toda la sociedad, sino que suelen privilegiar a los electores que los llevan al poder o a determinados grupos de presión. Los liberales, en cierta forma, sospechan de las intenciones de la clase polí­tica, y no se hacen demasiadas ilusiones con relación a la eficiencia de los gobiernos. De ahí­ que el liberalismo debe erigirse siempre en un permanente cuestionador de las tareas de los servidores públicos, y de ahí­ que no pueda evitar ver con cierto escepticismo esa función de redistribuidor de la renta, equiparador de injusticias o motor de la economí­a que algunos le asignan. 

Otro gran pensador liberal, el Premio Nobel de Economía James Buchanan, creador de la escuela de public choice, originada en su cátedra de la Universidad de Virginia, ha desarrollado una larga reflexión sobre este tema. En resumen, toda decisión del gobierno conlleva un costo perfectamente cuantificable, y los ciudadanos tienen el deber y el derecho de exigir que en la medida de lo posible el gasto público responda a los intereses de la sociedad y no al de los partidos polí­ticos en el poder. 

Eso quiere decir que los liberales prefieren que esa búsqueda descanse en los esfuerzos de la sociedad civil y se canalice por vías privadas y no por medio de gobiernos derrochadores e incompetentes que no sufren las consecuencias de la frecuente irresponsabilidad de los burócratas o de los polí­ticos electos menos cuidadosos. 

En última instancia, no hay ninguna razón especial que justifique que los gobiernos se dediquen a tareas específicas como el transporte de personas, limpiar las calles o actividades empresariales. Todo eso hay que hacerlo bien y al menor costo posible, pero seguramente ese tipo de trabajo se desarrolla con mucha más eficiencia dentro del sector privado. Cuando los liberales defienden la primací­a de la propiedad privada y de la actividad privada no lo hacen por codicia, sino por la convicción de que es infinitamente mejor para el conjunto de la sociedad. Cuando el Estado se hacer cargo de las tareas, nadie puede reclamar y las responsabilidades se disipan en el enjambre burocrático. 

El idioma inglés ha tomado la palabra liberal del castellano y le ha dado un significado distinto. En lí­neas generales puede decirse que en materia económica el liberalismo europeo o latinoamericano es bastante diferente del liberalismo norteamericano. Es decir, el liberal americano le suele quitar responsabilidades a los individuos y asignarlas al Estado. De ahí el concepto del Estado benefactor o welfare que redistribuye la riqueza mediante los impuestos a las riquezas que genera la sociedad. Para los liberales latinoamericanos y europeos, como se ha dicho antes, ésa no es una función primordial del Estado, puesto que lo que suele conseguirse por esta vía no es un mayor grado de justicia social ni bienestar general, sino unos niveles insoportables de corrupción, ineficiencia y derroche, que acaba por empobrecer al conjunto de la población. Esto es algo que estamos viendo hoy en Europa. 

Sin embargo, los liberales europeos y latinoamericanos sí coinciden en un grado bastante alto con los liberales norteamericanos en materia jurídica y en ciertos temas sociales. Para el liberal norteamericano, así como para los liberales de Europa y de América Latina, el respeto de las garantías individuales y la defensa del constitucionalismo son conquistas irrenunciables de la humanidad. Una organización como la American Civil Liberties Union, expresión clásica del liberalismo americano, también podría serlo de los liberales europeos o latinoamericanos. 

La socialdemocracia pone su acento en la búsqueda de una sociedad igualitaria, y suele identificar los intereses del Estado con los de los sectores proletarios o asalariados. El liberalismo, en cambio, no es clasista y pone por encima de sus objetivos y valores la búsqueda de la libertad individual. No mira clases ni sociedades sino básicamente personas. 

Aunque en el análisis económico suele haber cierta coincidencia entre liberales y conservadores, ambas corrientes se separan en lo tocante a las libertades individuales. Para los conservadores lo más importante suele ser el orden. Los liberales están dispuestos a convivir con aquello que no les gusta, siempre capaces de tolerar respetuosamente los comportamientos sociales que se alejan de los criterios de las mayorías. Para los liberales la tolerancia es la clave de la convivencia, y la persuasión el elemento básico para el establecimiento de las jerarquí­as. Esa visión no siempre prevalece entre los conservadores. 

Aún cuando la democracia cristiana moderna no es confesional, entre sus premisas básicas está la de una cierta concepción trascendente de los seres humanos. Los liberales, en cambio, son totalmente laicos, y no entran a juzgar las creencias religiosas de las personas. Se puede ser liberal y creyente, liberal y agnóstico, o liberal y ateo. La religión sencillamente no pertenece al mundo de las disquisiciones liberales, aunque se mantiene el mismo respeto por las creencias religiosas. No obstante, los liberales creen que las confesiones religiosas no deben intervenir en el gobierno ni ser parte del Estado.